Releyendo a esta estupenda periodista, me ha llamado la atención este artículo que aclara bastante las ideas sobre lo que en el fondo es tener una buena educación.
No estaría de más que le echásemos un vistazo para recordar y concienciarnos de que vivimos en sociedad y que es bueno sentirnos parte de ella.
Si aportando nuestro granito de arena, seguro, que todos y todas nos encontraremos mejor y haremos, a los demás y a nosotros mismos, la vida más agradable.
"No es que me esté
volviendo cascarrabias, pero cada día hay más gente que hace gala de los peores
modales. Pruebe usted a subir en un ascensor. Diga: “Buenos días”. Lo normal es
que nadie le responda. O fíjese
en lo que sucede si, en un autobús, una persona mayor se agarra a donde puede
para no caerse, sin que los que están sentados se den por aludidos mientras
miran al infinito, absortos, para no tener que levantarse. No hace mucho,
asistí a una escena así. Yo estaba de pie y no podía hacer nada, pero ninguno
de los que iban sentados se dio por aludido... hasta que, desde el fondo, una
señora con acento sudamericano invitó a la anciana a ocupar su asiento. Quiero
creer que, de vez en cuando, esto pasa.
La cortesía está en desuso y hay
quienes la confunden con machismo. Un día, mi marido cedió el paso a un grupo
de treintañeras al salir de unos grandes almacenes. Una,
sonriendo, le murmuró a otra: “Qué antiguo”. No es la primera vez que observo
que algunas mujeres se sorprenden ante un gesto así. Son, sobre todo, chicas
jóvenes, que parecen sentirse incómodas ante estos gestos fruto de la buena
educación. Porque ser cortes es eso, ser educado.
Pero el colmo de estas situaciones tuvo lugar en mi
propia casa. Llegué a media tarde y oí voces y risas en el cuarto de mi hijo.
Llamé a la puerta y entré. Me lo encontré con cinco amigos, a dos de los cuales
no conocía. Cuatro me saludaron. El quinto siguió sentado, dándole al
mando de la
PlayStation. Ni siquiera me miró. Y, claro, me dio un ataque
de mal genio. Me planté
ante él: “¿Y cómo dices qué te llamas?”, pregunté. Mi hijo me miró, preocupado.
Sabía que yo estaba a punto de estallar. “Es Pablo, un amigo de la Universidad”. “Ya. Y
dime, Pablo, ¿qué te parecería encontrarme inesperadamente en el salón de tu
casa, viendo la televisión, y que yo no te dirigiera la palabra?”. El chico se
encogió de hombros. “A mí me da igual”, contestó. Pasé al ataque: “Pues a mí no,
de manera que ahora mismo te levantas y me saludas. Y, cuando yo salga de este
cuarto, sigues jugando”. Lo hizo, claro. Pero mi hijo, cuando sus amigos se
marcharon, me recriminó mi actitud: “Cómo te has puesto con él, es que es un chico muy
tímido”, me dijo. Como comprenderán, no “compré” la explicación.
Y hay más. Un día, paseando a mi perro Argos, vi a una mamá, con dos niños,
sentados en un banco. Los peques desenvolvieron sendos bocadillos y tiraron al
suelo los papeles. La mamá ni se inmutó. Luego hicieron lo mismo con unas
chocolatinas y unas chuches. No me pude morder la lengua y dije: “No
se tiran los papeles al suelo”. Ella, airada, me replicó que quién era yo para
decir nada a sus niños. “A sus niños no, se lo he dicho a usted”, contesté. Les ahorraré todo lo que salió por la
boca de la dulce mamá. A mí me parece que mostrarnos educados hace la vida más
fácil, que un gesto cortés nunca está de más, que respetar el espacio público
pasa por no echar un papel al suelo, y que hay que explicar a los más jóvenes
que saludar a los mayores es un signo de civilización.
La buena
educación no está reñida con la libertad ni que con que la sociedad sea menos hipócrita y más abierta."
Julia Navarro